Lluvia fina – Luis Landero

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Las palabras no son inocentes. Pueden construir nuevos mundos o destruir ese mundo en que vivimos. Las palabras son el lenguaje de cada día y el lenguaje es el espejo del pensamiento, el reflejo de una vida. Las palabras que unidas forman frases, las frases que en su conjunto forman un relato, el relato que nos presenta y nos representa que nos torna reales o imaginados. El relato que en definitiva armamos cada uno de nosotros para sostener la cordura o limitar la enajenación del mundo que nos circunda.
Las palabras no son inocentes ni son impunes, dice José Saramago quien completa su idea enfatizando que por eso hay que tener mucho cuidado con las palabras.
De palabras que forman frases, que forman párrafos, y de cientos de párrafos están formados los relatos.

 

De un puñado de relatos enlazados como técnica narrativa, nace la idea de Lluvia fina, la novela de Luis Landero considerada por la crítica en general como la mejor novela en español del año 2019. Quizás sea excesivo el mote  de “mejor novela del año en español” pero no lo es sin duda  dentro de la trayectoria de Luis Landero como escritor. Sin menosprecio de otras tantas como “El balcón en invierno”, “Absolución”, “la vida negociable” y un largo catálogo en su haber que posicionan a este escritor español como imprescindible. Procedente de una familia campesina y a pesar de haber tenido una niñez en la que los libros estuvieron ausentes, Landero comenzó una afición tardía y casi obsesiva por la literatura que ya no abandonaría nunca. El éxito de su primera novela, “Juegos de la edad tardía”, publicada cuando su autor contaba más de cuarenta años, le sirvió para poder dedicarse a la escritura, en la suya destaca  el uso de un lenguaje cuidado y denso que, tras una aparente sencillez, encierra la coherencia precisa y trasparente de sus conceptos existenciales.
En las novelas de Luis Landero habitan personajes construidos con meticulosidad, con una innegable intencionalidad de llegar hasta lo más profundo de cada uno de ellos.  Cada libro de Landero es la exposición de un protagonista, la manifestación de su mundo interior, es como si cada uno de esos personajes se sentara a nuestro lado, se despojara de sus corazas y nos dejara entrever, tal vez, la necesidad de despojarnos de las nuestras y mostrarnos al mundo entero tal como somos, sin miedos, sin broncas o con ellos y sobre todo con el infinito dolor de vivir y seguir andando con nuestra existencia a cuestas. 
Lluvia fina no es la excepción. Cada personaje se arma y se desarma y a la vez  construye y de construye al resto de los personajes de la historia en una especie de juego de cajas chinas que van revelándonos, a medida que nos atrevemos a abrir cada caja, la compleja e inevitable existencia. Porque cada personaje de Lluvia fina podemos ser nosotros mismos en otro momento y allí radica la maravillosa magia de este escritor: hacernos comprender que por más que se trate de ficción, cada personaje contiene algo que nos pertenece como raza, como especie.
Cada relato es una mirada y cada mirada justifica a quien relata y nos va descubriendo lentamente a quien es relatado, al otro.



La trama de Lluvia fina es simple, parte de un hecho casi banal. Gabriel decide organizar una fiesta para festejar el cumpleaños número 80 de su madre. Una fiesta familiar que sirva, según sus intenciones, como excusa para reunir a una familia desmembrada, cuatro seres separados unos de otros por equívocos, por desentendimientos producto de haber silenciado sus voces frente al otro, alejados por situaciones nunca conversadas que se fueron amontonando a lo largo de sus vidas armando una relación de no relación que los sumerge en la incertidumbre del otro y de sí mismos.

 

Paradójicamente la falta de comunicación y por ende de entendimiento entre Gabriel, su madre y sus hermanas, esa falta de comunicación se transmuta en una necesidad imperiosa de comunicar, de manifestar al otro su verdad y es esa comunicación la que acaba por reorganizar la historia familiar por medio de la palabra, del relato de esos hechos pasados que, inevitablemente salen a la luz en un presente. Un hecho trivial como una fiesta de cumpleaños acaba poniendo blanco sobre negro.
Todos necesitan comunicarse pero el tiempo los ha lacerado y entre ellos son incapaces de mantener un diálogo sincero. Sin embargo, y acá es donde la paradoja de la comunicación versus la incomunicación se pone de manifiesto, el relato se impone.
Aurora, la esposa de Gabriel, maestra de escuela primaria es, en apariencia, la menos vulnerable, la más centrada y, aunque incapaz ella misma de comprender y manejar sus propios miedos, es la elegida por  todos y cada uno de los personajes como manto de lágrimas para desgranar uno tras otro, tras otro, esos relatos que los construyen y que construyen al otro. 
A través de diferentes llamados telefónicos Aurora recoge y va armando el relato integral de esta familia tan especial. Y digo especial porque cada uno de esos relatos arma la historia a través de la mirada de cada uno, miradas disímiles entre sí y sin embargo convergentes, cuatro puntos de vista distintos sobre una misma existencia arman, desarman, montan y desmontan  la complejidad de una misma vida familiar compartida y no tanto.
Andrea y Sonia son las hermanas menores y cada una de ellas tiene su propia idiosincrasia que las une y las separa del resto. Cada una con su perfil definido y definitorio del andamiaje de ese pasado que también contiene a Gabriel, el hermano menor y a Horacio el ex marido de Sonia. Los cuatro orbitan alrededor de una madre octogenaria que solo quiere verlos unidos aunque en su vida haya hecho siempre lo imposible, inconsciente o conscientemente, por mantenerlos separados. 
En la novela, el único relato que aparece desmembrado, no completo, es el relato de esa madre, negadora de una realidad y sobre todo desconocedora de que cada uno de sus hijos tiene una personalidad propia y que ninguno se ha adaptado a sus expectativas, ninguno ni siquiera Gabriel que pareciera ser su preferido ha alcanzado el don de gente que ella hubiese querido. Su visión de los hechos aparece más referida por el resto que por ella misma. Contrario a lo que podría pensarse a través de lo que ella siente como una idea clara de la realidad, es la que menos idea tiene respecto a haberse convertido en la culpable del fracaso de todos y del suyo propio. Porque esa madre que ha alcanzado los 80 años es en realidad el lastre de los tres hermanos y la verdadera causante de que cada uno de ellos sea una isla flotando en el inmenso océano de esa familia. Una familia huérfana de padre, de un padre muerto tempranamente y el único que podría haber aportado un gramo de humanidad a esa convivencia en común. Una convivencia que parece haberse ido desmigajando a partir de su partida.
Es maravilloso y hay que destacarlo el trabajo de Landero respecto del perfil de cada uno de los personajes. Cada uno es distinto del otro y sin embargo en cada uno está la compensación de las carencias del otro, son el contrapeso de no ser lo que debieron ser. Cada uno carga su propia cruz, incluso Aurora que parece aglutinarlos a todos naufraga en su propia isla, en su propia existencia fagocitada por esa infinita paciencia de escucharlos y no ser escuchada.
Y porque las palabras no son inocentes, ni las que se dicen ni las que se omiten, en este caso ninguno de los relatos lo es, y en medio de esa catarsis de contar sus vidas, los tres hermanos van construyendo y destruyendo la vida de Aurora. Claro que eso solo lo sabemos en el desenlace, en el fabuloso desenlace que por razones obvias no voy a develar y sin embargo sí calificar como uno de los más impactantes finales de las novelas que me ha tocado leer en los últimos tiempos.

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