Son siete y son pecados

Evidentemente estoy hablando de los Pecados capitales. Son siete y se los denomina capitales no por ser los más importantes sino porque son básicos, elementales y por eso considerados desde la Edad Media como puntos de partida para otros excesos.

Se consideran «capitales» porque la naturaleza humana está generalmente inclinada a ellos y dan origen a otros excesos o debilidades, a otros pecados. Los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) han servido como guía moral y advertencia espiritual pero no mueren en el pasado. El hombre desde que es hombre, arrastra y arrastrará estas “imperfecciones” y por eso, la literatura que siempre nos demanda prestar atención, los ha transformado en algo más que simples advertencias: los convirtió en motores narrativos, símbolos del deseo y la contradicción humana. En nuestro presente, los siete pecados ya no aparecen como advertencias místicas o religiosas, sino como metáforas de la alienación, del consumo, de la violencia política y del desencanto existencial. Te invito libros mediante, a meternos en ellos de a uno por vez.

La soberbia, considerada por los teólogos medievales como la raíz de todos los pecados aparece en la tragedia griega. Y pareciera que nada hemos avanzado como humanidad porque en nuestros días, la soberbia goza de buena salud y se plasma en la figura del individuo que desafía no ya a los dioses, sino al sistema mismo. Mary Shelley presenta en Frankenstein a un doctor que desafía los límites divinos con su ambición científica. En Libertad, Jonathan Franzen construye una saga familiar donde la soberbia se traduce en la pretensión de control absoluto sobre los vínculos íntimos. Sus personajes, atrapados en un entramado de egoísmo y desmedida autoconfianza, revelan que la soberbia moderna ya no necesita de reyes o científicos: basta con el ciudadano común convencido de que puede manipular la vida a su antojo.

La avaricia también tiene un largo recorrido, asociada con la acumulación material, es y será un motivo recurrente en la literatura de todos los tiempos. Desde la codicia medieval de El mercader de Venecia de Shakespeare hasta la obsesión material de Ebenezer Scrooge en Cuento de Navidad de Dickens, descubrimos que el oro no solo corrompe, sino que también aísla, y expone la hipocresía de la moral burguesa, las desigualdades económicas o la corrupción política. Así llegamos a American Psycho de Bret Easton Ellis, cuyo protagonista encarna el vacío de la cultura de Wall Street, donde la acumulación y el consumo se convierten en neurosis homicida. La avaricia, lejos de ser solo material, se transforma en ansia de estatus y control, denunciando la violencia del capitalismo.

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Los pecados capitales no son meras faltas morales: son arquetipos literarios que condensan las pasiones más profundas y los conflictos eternos del ser humano. Los pecados capitales en la literatura trascienden su función moralizante: son espejos críticos donde el lector reconoce no solo la caída de los personajes, sino también la suya propia. En última instancia, constituyen una prueba de que la literatura, más que juzgar, invita a reflexionar sobre la complejidad del deseo, la ética y la condición humana.


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