Si como lectora tuviera que ponerle un nombre sería: el arquitecto de lo infinito. Jorge Luis Borges es su verdadero nombre. Y es que leer a Borges es entrar a una casa con pasillos secretos. Todo parece ordenado, elegante, exacto…
Hasta que un espejo cambia las reglas como en su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, o como una biblioteca, La biblioteca de Babel, esconde toda la historia del mundo.
En sus cuentos, la realidad nunca es una superficie firme: es un laberinto que se abre y se abre como si se tratara de El jardín de senderos que se bifurcan o en la lógica implacable de Funes el memorioso. Borges invita a sospechar de todo lo que damos por sentado: el tiempo avanza, la identidad es una sola, leer es encontrarse o perderse. Y si no visiten Las ruinas circulares, todos estos cuentos incluidos en la publicación Ficciones.
Sus personajes tropiezan con dudas filosóficas, libros imposibles, tiempos circulares, esos bucles que asoman en El Aleph. Su magia no es la de los hechizos; es la del pensamiento, la lógica llevada al límite, la imaginación que juega con la matemática y la metafísica…
Pero el mundo literario es un pañuelo y en sus límites el arquitecto (Borges) suele darse la mano con el sembrador. No me he vuelto loca no, solo soy una simple y ávida lectora y como además me encantan las metáforas, he pensado que verlo a Gabriel García Márquez como sembrador de mariposas es una comparación válida.
El colombiano, a diferencia de Borges, escribe con la textura de la vida cotidiana. En Cien años de soledad, por ejemplo, cuenta de las lluvias que duran años y de los muertos que regresan para comentar lo que no se resolvió en vida —como sucede con Prudencio Aguilar—, y nadie se sorprende demasiado. Así es la realidad cuando se vive en un continente donde, con una enorme cuota de magia, lo extraordinario convive con la historia, la desigualdad y la memoria familiar. Lo mismo ocurre en cuentos como Un señor muy viejo con unas alas enormes, donde un anciano alado aparece en un patio como si fuera un visitante más del barrio, o en La siesta del martes, donde el silencio del pueblo pesa tanto como los secretos familiares, cuentos incluidos en la compilación Todos los cuentos de Gabriel García Márquez …
Macondo es un lugar inventado pero no podemos negar que sea una réplica de Colombia misma, contada a través del realismo mágico, ese movimiento estético y narrativo que permite a lo maravilloso irrumpir en la realidad cotidiana como algo natural. Ya en “El otoño del patriarca” o “El coronel no tiene quien le escriba”, lo mágico no siempre se manifiesta con prodigios visibles, sino en la atmósfera, en la espera infinita, en el modo en que el tiempo parece suspenderse. Y aunque pueda parecer una fantasía escapista, para García Márquez no lo es. Es una forma de decir que la vida latinoamericana (sus amores, sus violencias, sus nostalgias) siempre tuvo algo de fabulosa, y que los mitos también cargan verdades…
Donde Borges crea espejos, García Márquez crea genealogías.
En Borges, los espejos multiplican las identidades, problematizan el tiempo y abren un espacio para la reflexión metafísica: cada imagen duplicada es una pregunta sobre el infinito, sobre la naturaleza del yo, sobre el vértigo de las posibilidades. En cambio, en García Márquez no hay duplicación sino descendencia: sus historias se expanden hacia atrás y hacia adelante, como ramas de un árbol familiar cuyas raíces son tan importantes como sus frutos. Donde Borges reflexiona sobre el infinito —la biblioteca interminable, los laberintos que no conducen a ninguna salida, los tigres soñados, los hombres que pueden recordarlo todo—, García Márquez se ocupa de lo repetido, de lo heredado, de aquello que vuelve de generación en generación en forma de nombres que se repiten (Aureliano, José Arcadio), de destinos casi calcados, de errores que se conservan como si fueran una herencia inevitable. En lugar de la abstracción intelectual borgeana…
García Márquez ofrece una memoria viva, terrosa, atravesada por pasiones, supersticiones, silencios y secretos que moldean la historia de una comunidad.
Y dentro de ese pañuelo del mundo literario, aunque parezcan opuestos, Borges y García Márquez se dan la mano en varios puntos: Ambos reinventan la realidad. Borges la fragmenta; García Márquez la expande.
Ambos cuestionan el tiempo. Uno lo hace circular; el otro lo hace mítico.
Ambos transforman al lector. No solo cuentan historias: nos enseñan a leer de otra manera.
La diferencia está en el tono: Borges es el escritor del enigma. García Márquez es el escritor del mito. Uno piensa. El otro hechiza. Pero los dos iluminan el misterio de existir, modifican la realidad que conocemos, el arquitecto construye una nueva, el sembrador la llena de mariposas.

Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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