Simplemente clásicos

A menudo me encuentro frente a quienes ante la sola mención de una novela anterior al siglo XX tuercen la boca, algunos al menos me conceden el beneficio de la duda porque también están los que sin el más mínimo miramiento me condenan a la hoguera donde arden los lectores aburridos.

En tales casos, sonrío con indulgencia ante esas bocas torcidas y esparzo una piadosa lluvia de elogios sobre las llamas de la hoguera donde intentan quemarme, con la esperanza de convertirlas en cenizas.
A veces lo logro, otras veces suele ser más complicado, es increíble ver cuán impiadosos pueden llegar a ser los lectores que han sido defraudados por las novelas clásicas. A estos últimos, muchas veces trato de calmarlos y de contarles que muchos años atrás a mí me pasaba lo mismo. Antes de comprender la importancia de esos autores que ellos califican de caducos, vetustos, decrépitos, antes de entender que no somos nada sin quienes nos precedieron. A mí me pasaba lo mismo, bostezaba ante la sola mención de un libro anterior al siglo que vamos viviendo. Y entonces, para terminar de convencerlos, les cuento de qué manera sobreviví al infortunio del aburrimiento.
Si alguno entre ustedes es de esos detractores de la Ilíada o de la Odisea, si entre quienes están leyendo estas líneas aparece alguno que con la sola mención del nombre Emile Zola siente los párpados pesados y unas ganas locas de dormir, entonces va para ellos también mi historia.

En un rincón olvidado de una ciudad perdida donde viví hace muchos años, se alzaba un viejo edificio de piedra. Lo veía cada atardecer desde mi ventana, erguido sobre una montaña lejana parecía tan inaccesible como los sueños y aunque alguien me había dicho que albergaba el secreto de los libros y las letras yo nunca había prestado atención a esos delirios, alucinaciones, la imaginación de un borracho de novelas, solía pensar. Hasta que una vez… bajo la tenue luz de una tarde de otoño, mientras la lluvia bordaba delicados encajes sobre las veredas, dejé a un lado el último ejemplar de la novela de moda y volví la cabeza hacia la ventana. Lo vi, lo escuché. Juro que no son disparates, tampoco me había quedado dormida, no soñaba, no. Detrás del vidrio entre la niebla líquida que lo envolvía todo, fue como si ese edificio me llamara, como si extendiera sus manos invisibles, un imán poderoso que me atrajera.
Sin pensarlo dos veces me calcé el impermeable y las botas, salí a la calle y aunque el edificio estaba lejos puedo jurar que no pasaron más de un par de segundos cuando me detuve frente a la fachada de piedra color arenisca. Busqué un llamador, un timbre, una campana, no encontré nada y antes de que pudiera golpear con los puños la puerta cerrada, esta giró sobre sus goznes y se abrió.

Una sala inmensa, el piso en damero y las paredes cubiertas de estanterías y las estanterías repletas de volúmenes encuadernados en cuero gastado, hacia la derecha un pasillo alumbrado por velas que titilaban. Sin dudarlo me atreví, a los lados más libros y al final del pasillo me aguardaba algo que yo no esperaba: detrás de una cortina de terciopelo pesada que no dudé en descorrer, ante mis ojos una sala más pequeña que la anterior y en la sala un sillón de pana y en el sillón, con un libro entre las manos, un hada.
Está bien, yo nunca había visto un hada pero lo primero que pensé cuando la vi fue en eso: es un hada. Sus ojos mansos y su voz cálida que parecía llegar desde otro mundo, desde otro tiempo.

–Soy la guardiana de los clásicos –susurró–. Aquí reside el espíritu inmortal de aquellos autores que hace siglos escribieron para el alma –y haciéndome un sitio a su lado puso delante de mis ojos el libro que estaba leyendo y agregó–. Ven, te invito a recorrer estas páginas y a descubrir el tesoro de los clásicos.

Impulsada por la curiosidad y el leve eco de algún recuerdo lejano de mis épocas de colegio acepté el llamado. De inmediato, aquel libro se convirtió en un llavero y las palabras tintineaban como decenas de llaves.

–No pierdas ninguna –me dijo el hada poniendo en mis manos el llavero–, acompáñame.

Castañeteaban mis dientes de emoción y en mis manos las llaves tiritaban también. Como en trance fui tras los pasos de la misteriosa dama. Caminamos por corredores que parecían laberintos, cada uno terminaba en una puerta. Para acceder solo debía elegir la llave correcta, me dijo el hada, y era fácil porque cada puerta tenía un nombre que correspondía al nombre de cada llave.
Nos detuvimos frente a la primera: Miguel de Cervantes leí, busqué entre mis manos, Miguel de Cervantes distinguí, tomé la llave que encajaba perfecto en la cerradura y giré.
Ante mis ojos se desplegaba un escenario increíble, era como si las letras hubiesen tejido aquel espacio, era como si ese espacio fuera eterno, un escenario que yo misma había imaginado y que lejos de haber muerto entre las páginas de un libro, se materializaba frente a mis ojos.
Iluminado por una luz dorada, Don Quijote cabalgaba entre molinos, a su lado Sancho. Las voces no tardaron en inundar aquel espacio:

Oh, Sancho, mira aquellos gigantes que se aproximan! Debes ver con qué ánimo los voy a enfrentar.
–Don Quijote, no me asustes con esos gigantes. Son molinos de viento, y sus aspas son las que parecen brazos.
–No, Sancho, no son molinos de viento. Son los gigantes de esta aventura, y yo, como caballero andante, debo enfrentarlos y vencerlos.
–Pero, ¿por qué atacar a los molinos? Son cosas inertes, sin vida.
–¡No, Sancho! Son la representación de la maldad y la ignorancia que hay en este mundo, y yo, como defensor de la justicia, debo combatirlos.

Madre mía, pensé, estoy escuchando al Quijote y como si a su vez mi compañera de camino hubiese escuchado mis pensamientos, me respondió:

–El idealismo y la locura entrelazados en una epopeya que desafía la monotonía de la vida cotidiana eso es el Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes, la visión pragmática y realista de Sancho intenta, sin éxito, hacer entender a su amo su mirada distorsionada de la realidad. 
Y como yo seguía sin poder pronunciar una sola palabra agregó:
–La vida sigue siendo como hace más de 200 años: idealismo versus pragmatismo, sueños versus utopía –dijo y me tomó de la mano.

Juro que no caminé sino que floté directamente hacia la próxima puerta. Shakespeare leí, enseguida encontré la llave, giré impaciente y entré.

Lo primero que vi fue un jardín nebuloso, a lo lejos la silueta del castillo de Elsinore, enseguida comprendí que no era un jardín sino un cementerio. La silueta de un hombre cubierto por una capa se volvió hacia mí,  en su mano sostenía una calavera. Lo supe de inmediato porque además se respiraba la melancolía y entonces escuché como en un susurro:

Ser o no ser, ésa es la cuestión:
si es más noble para el alma sufrir
los golpes y dardos de la insultante fortuna,
o tomar armas contra un mar de calamidades
y, haciéndoles frente, acabar con ellas.
Morir… dormir: no más. Y con el sueño
decir que acabamos el sufrimiento del corazón
y los mil choques naturales
que son herencia de la carne…
¡Es una consumación
digna de ser deseada devotamente!
Morir, dormir… dormir… tal vez soñar.
¡Ah, ahí está el obstáculo!
Porque en ese sueño de la muerte, ¿qué sueños pueden venir
cuando nos hayamos despojado del envoltorio mortal?

–Un dilema existencial, la intrincada naturaleza del ser humano –susurró en mis oídos a su vez el hada.

Yo seguía muda pero mi mente hablaba o más bien entrelazaba preguntas sin respuesta: ¿es mejor soportar el dolor de la vida o acabar con él a través del suicidio? ¿Valentía de encarar lo incierto y vivir? o ¿cobardía por miedo a no entender el camino y morir? Las palabras de la misteriosa dama (a esa altura yo estaba segura de que leía mi mente), llegaron de inmediato:

–La reflexión de Hamlet, príncipe de Dinamarca de Williams Shakespeare trasciende su situación personal y se convierte en una meditación universal y eterna sobre la condición humana, el miedo, el deber, la conciencia y la duda.
–Cada encuentro es una lección que explica la importancia de leer a los clásicos –dije y envalentonada continué–: refuerza la naturaleza humana, la identidad cultural; los textos clásicos no solo relatan historias, forman parte integral de nuestra memoria colectiva de nuestra idiosincrasia. En las palabras que nos llegan del pasado, está la esencia de nuestros valores, nuestras costumbres y aspiraciones, a partir de ellas nace nuestro valor o se refugia nuestra cobardía para enfrentar la existencia.

No puedo enumerar la cantidad de salas que recorrí aquella tarde. Recuerdo que al dejar la correspondiente a Víctor Hugo, me perseguía el olor a humedad y esa mezcla de carbón ardiendo, pan recién horneado y cloaca, típicos aromas de la ciudad de Paris en el año 1832. Tardé un buen rato hasta que olvidé esos callejones por donde circulaban vendedores ambulantes, obreros descalzos, niños harapientos, mendigos y soldados. Los Miserables de Víctor Hugo fue sin duda uno de los descubrimientos más fuertes de aquella tarde. Aún aletean en mis oídos sus palabras:

La libertad comienza donde termina la ignorancia.

Un llamado a la educación, al conocimiento como base de la libertad, tan actual en nuestros tiempos donde la desinformación y la manipulación parecen fomentar el analfabetismo cultural. La frase de Víctor Hugo es una advertencia y una esperanza: solo al iluminar la mente se puede liberar al ser humano. En un mundo donde la ignorancia se puede propagar tan rápido como el conocimiento, la libertad sigue siendo una conquista diaria que comienza en el pensamiento.
Y cuando se cerraron detrás de mí las puertas de Fiódor Dostoyevski, retumbaban en mi cerebro todavía las palabras de Iván, uno de Los hermanos Karamásov:

Solo cuando comprendamos el sufrimiento del otro, nos elevaremos por encima de nosotros mismos.

Fue entonces cuando comprendí que en una época, como la nuestra, marcada por la fragmentación social y la búsqueda de culpables externos, esta frase nos recuerda la responsabilidad compartida y la necesidad de esa palabrita tan de moda y tan poco practicada: empatía.

Movilizada, invocada pero sobre todo conmovida y transformada, abandoné aquel viejo edificio. Con los años no puedo asegurar que haya existido de verdad, lo que sí puedo afirmar es que desde entonces ya no leo los clásicos con una mirada aburrida, el fastidio fue reemplazado por la convicción de saberlos faros, que en la noche de nuestra ignorancia iluminan el camino de aquellos que buscamos respuestas. Con cada página se nos desvela una nueva verdad, y con cada palabra se tejen las hebras invisibles que unen el pasado con el presente y potencian nuestro futuro.

Los clásicos son mucho más que relatos antiguos; son el cimiento sobre el que se construye la percepción del mundo y el reflejo de nuestra eterna humanidad.

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