Imagina una biblioteca fuera del tiempo. No una común, con polvo, silencio forzado y bibliotecarios con gafas colgantes, sino una viva: una sala con chimenea que nunca se apaga, ventanas que dan a todos los paisajes literarios del mundo, y una mesa larga donde las sillas siempre se adaptan al tamaño del ego que las ocupa. Una biblioteca donde los muertos conviven con los vivos, donde los clásicos se desorientan y la literatura contemporánea intenta una mirada distinta para ordenar un caos eterno: el caos del alma humana.
¿Qué ocurriría si los personajes de la literatura clásica se encontraran con los libros de nuestro presente? Si Ana Karénina pudiera abrir un volumen de Rachel Cusk, si Jean Valjean se enfrentara a los espectros de Nona Fernández, o si Sherlock Holmes se mediría cara cara con Irene Vallejos.
La literatura es, en su esencia, un diálogo interminable: cada lectura convoca a los fantasmas de lo escrito en el pasado y los sienta frente a los autores de hoy.
En ese cruce de tiempos, los personajes de ayer parecen reconocerse en las preguntas, dolores y búsquedas de los escritores contemporáneos. Lo que fue tragedia, tedio o redención en el siglo XIX se vuelve eco en los cuerpos y lenguajes del siglo XXI.
Les propongo una serie de encuentros imposibles: escenas mínimas donde el ayer mira el hoy y el hoy devuelve una respuesta inesperada.
Los personajes, eternamente anclados a sus propias tramas, se enfrentan ahora a voces nuevas, formas narrativas fragmentadas, protagonistas que no buscan redención, y estructuras que no les ofrecen resolución ni moraleja. La literatura del siglo XXI, con su tendencia a lo ambiguo, lo íntimo, lo políticamente complejo o lo estilísticamente radical, los descoloca. Algunos personajes se serenan, otros se replantean decisiones y todos, secretamente, se reconocen en las letras de hoy.
Voy a presentarles a cuatro personajes de la literatura clásica enfrentándose a obras contemporáneas en un intento por responder a una pregunta imposible: ¿Cómo leen los leídos?
Sherlock Holmes, escéptico al principio abre las páginas de El infinito en un junco de Irene Vallejos.
“¿Un ensayo sin pistas ni cuerpo del delito?”, se pregunta. Receloso, sigue leyendo y, se ve seducido lentamente por la erudición apasionada de la autora. Toma notas frenéticas. Dice que ella escribe como si estuviera armando un mapa mental de toda la historia humana, usando papiros como pistas. Luego, en silencio enciende su pipa y fuma en silencio. Nadie lo había visto tan conmovido desde que leyó El origen de las especies de Charles Darwin, comenta Watson en voz baja y agrega: Está enamorado de Irene pero aún no lo sabe. Y es que la estructura de los policiales ha trascendido el contexto de Holmes y de tantos otros que es inevitable dejarse seducir.
Emma Bovary, el personaje de Gustave Flaubert ha leído el título que de alguna manera no la seduce tanto: Manual para mujeres de la limpieza, una autora desconocida, piensa al leer, lo ha escrito una tal Lucia Berlin. ¿Es que iba a ser eterna aquella vida miserable? ¿Es que no iba a salir nunca de ella? ¿Acaso no valía ella tanto como las que eran felices?, retumban las palabras de Flaubert en su cabeza y vuelven a retumbar aquellas otras que tan bien la describieran: Su vida era fría como un desván cuya ventana de mansarda mira al norte, y el tedio, la araña silenciosa, estaba tejiendo su telaraña en cada rincón de su corazón. Y es que ella espera historias que la lleven lejos de su mundo cotidiano, de esa rutina de ama de casa que la ahoga, no pareciera ser la opción correcta. A pesar del título que no promete una tarde de ensoñación Emma se atreve. En Manual para mujeres de la limpieza, Lucia Berlin le abre otra puerta: mujeres desbordadas, pobres, alcohólicas, trabajadoras, imperfectas y que sin embargo siguen adelante arrastrando sus desdichas, sus privaciones y haciéndose fuertes aun con sus pérdidas. Al principio se indigna. Luego se quiebra y piensa que si en sus tiempos hubiera leído a Berlin, quizá habría escrito su propia historia, quizás esa historia hubiese tenido otro final, quizás no le habría pedido al farmacéutico esa receta fatal.
Ana Karenina se topa con un libro que de alguna manera la interpela desde el título: Despojos de Rachel Cusk. Siempre trágica, no puede evitar volver a sus palabras, esas que Tolstoi puso en su boca: El matrimonio no me ha dado identidad: me la ha arrebatado. Lo que queda de mí son fragmentos, despojos de lo que fui antes de convertirme en su esposa. Y entonces, la voz seca y elegante de Rachel Cusk, aunque la incomoda por su tono racional y analítico, le propone una mirada diferente. Anna es pasional, vive en el exceso de la emoción y la desesperación, mientras que Cusk disecciona la maternidad, el matrimonio y la pérdida con un bisturí frío y sin anestesia. Y sin embargo al cerrar el libro Anna evoca una frase de Cusk que las hermana, las une más allá de los siglos: He querido ser libre toda mi vida y no he sido capaz de liberar ni el dedo meñique del pie. En su época, todo debía ser más dramático para ser creíble y sospecha que, de haber tenido ese lenguaje, esa valentía de aceptar o de cambiar la realidad, habría logrado dejar a Vronsky sin necesidad de morir. El dolor íntimo de Cusk se mezcla con el suyo, como dos trenes que avanzan hacia el mismo choque. Ana entiende que ambas, en distinto siglo, quedaron despojadas por amar demasiado.
Jean Valjean se sienta en la penumbra de su habitación, una bujía encendida como único testigo. Entre sus manos sostiene un libro que no le pertenece, como casi nada de lo que ha tenido en su vida según hemos leído en Los Miserables de Victor Hugo.
Jean lee despacio, deletreando, como si cada palabra fuera un hierro candente que le marca. El título lo intriga: La dimensión desconocida de Nona Fernández.
Al avanzar por sus páginas, reconoce un dolor que le resulta familiar. Y no puede dejar de recordar sus propias palabras: Era como si hubiera recibido una revelación. De pronto, la vida no era ya lo que había vivido, sino lo que me habían contado que otros habían vivido, ahora son parte de la literatura universal pero formarán parte de la vida de Valjean para siempre. Lee con los labios entreabiertos un libro nacido más de 200 años después que él y piensa en sí mismo, en el hombre que fue condenado por robar un pan, y recuerda las palabras que un día lo nombraron por entero: Jean Valjean, no soy sino un miserable.
El relato de Nona Fernández lo arrastra hacia sombras que no son las suyas, pero que se parecen demasiado. Imágenes de desaparecidos, voces borradas, un archivo que guarda horrores como piedras en el fondo de un río. Los muertos del ayer redimidos mediante el eterno recuerdo del siempre. Y entonces se le cruzan los recuerdos de su propio encierro. El presidio me había hecho un lobo, piensa, y en esa confesión reconoce la oscuridad que comparte con las páginas que ahora lo rodean. Detiene la lectura y levanta la vista. Podría jurar que los espectros de ambos mundos —los suyos y los de la escritora— se miran de frente en la penumbra. Lo que busco es dar cuerpo a lo invisible, carne a lo fantasmal, hueso a lo que no tiene nombre, escucha en la voz de Fernández y vuelve a sentir el cuerpo de Fantine que se fue apagando en sus brazos, el de Cosette niña, borrada bajo los golpes de los Thénardier, el suyo propio, reducido a un número en el presidio. Amar a otro ser es ver el rostro de Dios, dijo él mismo alguna vez y piensa que quizás, leer el dolor ajeno sea otra forma de amor, un modo de no dejar que los fantasmas se borren, redimirlos del dolor.
En esta biblioteca imposible, donde los leídos también leen, traza un puente entre lo eterno y lo efímero, entre las voces que creímos clausuradas y las que hoy ensayan nuevas formas de decir el mundo. Los personajes clásicos, al enfrentarse a la literatura contemporánea, no solo descubren en ella un espejo inesperado: también nos revelan que ninguna historia termina del todo, que toda vida escrita puede volver a abrirse en otra página, en otro siglo, en otra voz. Quizás, entonces, la verdadera pregunta no sea cómo leen los leídos, sino cómo aprendemos nosotros a leernos en ellos cada vez que volvemos a abrir un libro.

Profesora de escritura creativa y coordinadora de talleres literarios, editora y correctora literaria, reseñadora y crítica literaria.
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