Detrás de las trincheras

En la literatura las injusticias sociales son temas recurrentes que los escritores abordan para explorar y cuestionar la realidad de la sociedad, de la humanidad. A través de la ficción, se revelan verdades incómodas, se desafían las estructuras de poder establecidas y a veces los libros hasta nos acercan esa especie de tranquilidad/intranquila que surge de la idea de que no es solo hoy, fue siempre. La desigualdad es una constante en la historia de la raza humana y si no, les cuento lo que me pasó hace unos días.

La tarde se deslizaba lenta, arrastrada por una lluvia tibia que golpeaba el vidrio de la ventana. Yo, abrazada al calor del mate que se amoldaba a mis manos, me dejaba llevar por los pensamientos que, como siempre, se mezclaban entre las páginas de los libros y las voces de escritores que ya no están pero que de algún modo, seguían allí.
Con cada sorbo del mate caliente me adentraba más y más en la reflexión que había comenzado hacía un rato: la desigualdad social.
Pronto la reflexión se convirtió en una charla íntima con los autores, que con sus obras, desentrañaron las pasiones y miserias del ser humano. Estaba sola, sí, pero a la vez no lo estaba: me rodeaban como sombras los ecos de los grandes y cuando esto sucede no lucho, no me resisto, más bien me pliego a esas voces que por algo las escucho, me dije.

En un rincón de la mesa y en los estantes de la pequeña biblioteca descansaban Los Miserables de Victor Hugo, El Quijote de Miguel de Cervantes, La colección completa de Kafka encuadernada en cuero. El extranjero de Camus, 1984 de Orwell, Confieso que he vivido de Pablo Neruda, entre otros. Cada uno con sus marcas, sus subrayados que reclamaban mi atención.

El primero en alzar la voz fue Hugo, su retrato de la pobreza y la injusticia me atrapó siempre y quizás por eso respondió primero a mis pensamientos que a esa altura eran ya casi un monólogo en voz alta. Suavemente me envolvió el susurro de sus palabras: El hombre que no tiene nada, nada teme. Mientras la frase flotaba en el aire miré de costado Los miserables y entonces Victor Hugo sonrió, yo misma no pude evitar una sonrisa mientras mi mente se paseaba por la situación actual de la sociedad: tan parecida, y al mismo tiempo tan distante a la época del grand homme como lo llaman los franceses.
La televisión, con el sonido bajo, me interpelaba desde el otro rincón. Y la verdad era que, era cierto, el miedo no estaba en los rostros de esa gente. Las imágenes de una muchedumbre que alzando la voz, alzando pancartas, alzando sus vidas reclamaban: No más desigualdad / Basta de hambre,se emparentaba más bien con el coraje.
Definitivamente, era coraje, pensé, claro que detrás de ese verdadero pedido de justicia de la gente se alzaban como siempre también las banderas políticas y detrás de esas banderas ellos: los verdaderos usurpadores de la dignidad, representando sus propios intereses.

–Esto parece un mal sueño repetido –murmuré al tiempo que me levantaba para calentar el agua que se había enfriado–, son ellos los que conducen a la pobreza –grité–. Donde queda la libertad si esos malnacidos al tiempo que la proclaman la cercenan –reclamé.
Es curioso –escuché la voz de Cervantes, inconfundible y llena de gravedad. Había abierto El Quijote en el Cap. XXV.
Los hombres son como los árboles: unos crecen para la utilidad de los demás, y otros para sí mismos… –decía– …por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida.
Don Miguel, usted habla con la voz de su Quijotedije, y ya que estamos déjeme decirle que la clase baja lucha contra molinos de viento –argumenté, sintiendo ahora la calidez del mate en un sorbo, y sin esperar respuesta continué–. La gente no tiene las mismas armas que el poder, no siempre el poder de turno condiciona la vida de la gente, y la gente está demasiado ocupada viviendo en una realidad que no tiene sentido y yo tampoco lo entiendo –culminé y resignada me cebé otro mate.
No puedo hacerte entender. No puedo hacer que nadie entienda lo que me sucede. Ni siquiera puedo explicármelo a mí mismo –comentó otra voz con una timidez casi imponente que me sobresaltó. La Metamorfosis de Kafka, pensé y estaba en lo cierto porque la voz ahora se materializaba en un pequeño hombrecito que acariciaba con resignación sus obras completas encuadernadas en cuero.
Tímidamente le acerqué un mate, Franz miró la yerba en silencio, con resignación. Yo no estaba segura de que supiera qué hacer con una bombilla y entonces llené el silencio con otra pregunta.
–Pero la realidad nos apuñala y alguien debe ser culpable de este día a día torcido, inmoral, escandaloso…
Culpablesculpable es la organización, culpables son los altos funcionarios –determinó Kafka que ahora citaba su propias palabras en El proceso, y con su porte encorvado, como si la misma humanidad le pesara extendió la mano para devolverme el mate que ni siquiera había probado.
Atónita solo atiné a mirarlo a los ojos, una mirada vacía, sin esperanza, una mirada que me heló la sangre y una frase que me devolvió la esperanza.
No desesperes, ni siquiera por el hecho de que no desesperas. Cuando todo parece terminado, surgen nuevas fuerzas. Esto significa que vives –dijo con una media sonrisa al recordar una frase de alguno de sus cuentos, aunque no supe de cuál.
Entonces me llegó el olor de un cigarrillo recién encendido, miré mis manos, ningún cigarrillo solo el mate que me había devuelto Kafka que con los hombros encorvados miró hacia su izquierda donde detrás del humo de la primera pitada se materializaba la imagen de un hombre que tomaba de la mesa un libro pequeño, delgado.
Mersault podría darnos una respuesta –interpuso Camus en clara referencia al protagonista de El extranjero cuyas páginas comenzaba a hojear.
–¿Y qué se supone que debemos hacer? –pregunté mirándolo de frente. A esa altura ya nada me asombraba y preferí seguir el hilo de la charla antes que deducir si estaba en un sueño o si la realidad me estaba abofeteando.
–¿Qué se hace cuando la realidad te maltrata? –insistí– ¿Aceptar la absurdidad de todo esto? ¿Vivir como si nada tuviera sentido? –Vomitaba las palabras mientras que muda pero esclarecedora la televisión seguía fulminando con las imágenes. Ahora, un cartel en letras rojas: Con el hambre no se juega.
–Si esto no es absurdo qué podría serlo –grité indicando con la mano en clara alusión a esa proclama–, estamos en pleno siglo XXI y todavía hablamos de hambre como si estuviésemos en plena Revolución Francesa.
Camus, con la serenidad que solo brindan los años y la experiencia,se reclinó en su silla y al tiempo que buscaba un cenicero respondió: –Siempre llega un momento en que uno debe elegir entre la contemplación y la acción.
La peste –susurré.
–Ellos mandan hoy… ¡Porque tú obedeces! –Me respondió sonriendo porque además había encontrado un cenicero, y continuó–: Un alma decidida, a pesar de todo, siempre puede manejar sus asuntos.
El mito de Sísifo, volví a susurrar, y a la sonrisa ladeada de Camus mi mente confesó: está gente ya la vivió aunque preferí no agregar una sola palabra más.
El gran problema de este mundo es la mentira institucionalizada. Si no sabes lo que es verdad, entonces vives en la prisión de las ideas manipuladas –sentenció del otro lado Orwell como si fuera el protagonista de 1984 y poniéndose de pie, fue hasta el televisor donde señaló con el dedo las banderas políticas flameando detrás de la gente–. Ahí los tienes, si no te controlan por un lado lo hacen por el otro –dijo.
–Y aun así, hay quienes siguen aceptando ser manipulados, como si eso fuera lo correcto, como si fuera natural –respondí.
Estaba exaltada, no puedo negarlo y aunque Camus me tomó de las manos tratando de serenarme no lo logró, –los medios de comunicación, los sindicalistas, los falsos salvadores de la humanidad, políticos incluidos –continué, y agotada me desplomé en una silla para concluir–: estamos todos atrapados, controlados y cuando nos damos cuenta es tarde. ¿Y qué hay de la gente, de las personas que están fuera de los libros? –Pregunté, mirando a Pablo Neruda, que se había sentado a mi lado sin que lo notara–. ¿Acaso esos seres no están condenados a sufrir en este mundo que ustedes tan bien describen?
Ellos sufren porque saben que pueden cambiar pero no saben cómo hacerlo –dijo Neruda con una dulzura amarga–, por eso a veces eligen la fuerza de las palabras, esas palabras que desde esa televisión nos interpelan son el primer paso hacia la liberación. Nosotros, los poetas, somos también responsables y debemos alzar la voz, mostrarles que tienen un poder que aún no conocen –concluyó.

De pronto, la televisión comenzó a mostrar una noticia que no hacía más que confirmar lo que ya se sabía: una política que no cambia, un sistema que se arrastra. La pantalla se llenó con la imagen de los periodistas fatídicos unos, agoreros los otros, que inclinados por turnos a la izquierda o a la derecha, convertían la realidad en ese espejo de aquellas personas sobre las que los escritores ya habían escrito.
–Parece todo tan predecible –dije tomando otro sorbo de mate–, parece que el mundo nunca cambiará.
La gente repite los mismos errores, pero tal vez no sea la historia la que falla –dijo Huxley que acababa de salir de la biblioteca– tal vez son los humanos los que no saben cambiar. Un hombre que no sabe que está siendo manipulado vive en Un mundo feliz –dijo blandiendo su libro homónimo–, es lo que muchos prefieren creer –agregó.

El sol comenzaba a esconderse, y las sombras en la habitación ya no eran solo las de los libros, sino las de las ideas que se tejían, invisibles pero palpables. Apagué la televisión guardé el mate y mientras acomodaba las sillas miré los libros apilados sobre la mesa.
Poco a poco las palabras se fueron silenciando, los rostros amigos desapareciendo, sus miradas se apagaron, pero su sabiduría y la inevitabilidad de un mundo cíclico, de la historia que se repite siglo tras siglo explotó dentro de mí. No me resigné, no me resigno. Los libros, al fin y al cabo, no solo sirven para escapar de la realidad, sino para enfrentarse a ella con las armas de la imaginación y la resistencia.
Creo que de verdad tenemos poder para transformar algo, no estamos simplemente aquí condenados a ser espectadores. Porque cuando el silencio que nos impone el poder intenta ser absoluto, detrás de la última trinchera los autores son la fuerza que nos hace falta. El cambio solo depende de nosotros.

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