Madre hay una sola

Ser madre es sin duda una de las más apasionantes experiencias y la más emocionante de las aventuras en la vida de una mujer. Es quizás el sentimiento más profundo que pueda experimentar cualquier ser humano. A su vez, y por transferencia de sentimientos, una madre puede llegar a convertirse en tu mejor amiga, en una aliada incondicional pero también en un peso enorme para un hijo/a.

Un escritor es tal vez dentro de los artistas el ser más convulsionado que puede engendrarse y ser madre de un escritor no debe ser tarea sencilla. Para quien escribe y plasma en palabras historias que sin duda nacen de sí mismo, tampoco debe ser simple la relación madre hijo/a que no siempre es tan idílica como suponemos.
Las madres siempre están, incluso cuando no están. Muchas han sido homenajeadas en vida, otras han sido rescatadas del olvido por perfectas o por imperfectas, por acompañar o por abandonar, por haber tenido un lugar de honor en los corazones de los hijos o por no haberlo tenido nunca, por dejar allí un vacío, un agujero negro insondable o ese recuerdo que en la soledad acaricia el alma. Lo cierto es que la vida real nunca está ausente en la vida imaginaria de una novela, más bien una historia ficcional se completa o se engendra a través de la realidad. Es por eso que múltiples escritores han incluido grandes madres en sus novelas, y muchas veces con inspiraciones autobiográficas.

La literatura siempre ha sido un espejo donde volcar esta experiencia primordial de los afectos. Estas madres literarias pueden ser, como en la vida misma, frías e indolentes, como la madre plasmada por Marguerite Duras en “El amante”, probablemente castigadas y mal queridas ellas también en su niñez, por eso incapaces luego de dirigir con justicia la vida de su propia familia: Siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijos y el suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias, afirma en la novela su autora y quizás sea la confesión más íntimamente ligada consigo misma porque, aunque se trate de una ficción, Marguerite Duras pone en esa novela mucho de su propia experiencia como hija.

No es casual que los hijos doloridos hablen de su propia experiencia frente a sus madres, el dolor de los hijos por actitudes del pasado que ya no pueden reparar es quizás una de las heridas más duras de sobrellevar. Y si esos hijos además son escritores es inevitable que sus madres de papel se parezcan un poco a las que les dieron la vida.
Es bien sabida, por ejemplo, la relación de Honoré de Balzac con su madre que estuvo viciada de odio desde su nacimiento. Su hermano mayor había muerto siendo bebé y su madre, muy afectada por la pérdida, entrega al recién nacido Honoré a una nodriza que lo cría hasta los cuatro años. A los ocho años es enviado a un colegio interno que corta drásticamente la relación con sus progenitores. Su madre tuvo un nuevo hijo, Henry, fruto del adulterio con un amigo de la familia. La madre de Balzac no solo reconoció a ese hijo sino que se desvivió por él. Esto llevaría a Balzac a afirmar: “nunca tuve madre… Mi madre es la causa de todo el mal de mi vida”. Ese cariño añorado en su infancia se constituyó en una búsqueda constante para el escritor adulto. La madre, pues, o la ausencia de la madre en su vida, fue la primera búsqueda de algo distinto en la trayectoria del escritor. Por eso, por contraposición o quizás como una especie de reivindicación de un cariño no obtenido es que las madres de sus novelas son mujeres bondadosas y nobles de espíritu como la protagonista Eugenia Grandet de la novela homónima.

Scott Fitzgerald fue un hombre atormentado y un escritor que plasmó ese tormento. La vida era dolorosa para él y es sabido que detestaba a su padre y a su madre por partes iguales, pero solo la segunda tuvo el dudoso honor de protagonizar un cuento donde era asesinada.
La infancia y juventud de Mario Vargas Llosa tampoco fue nada fácil. Sus padres se separaron y su madre le hizo creer que su padre había fallecido, una mentira que el niño creyó hasta los diez años. La relación con su madre no fue buena, porque menospreciaba el oficio de escritor y Mario tuvo que buscar consuelo en su tía política: Julia, con quien se casaría, como cuenta en la novela “La tía julia y el escribidor”.
Michel Houellebecq es polémico en su obra quizás porque en su vida personal no lo es menos. La conflictiva relación que tiene con su madre, de la que escribió que era “una triste y vieja fulana”, es vox populi y nunca lo ocultó, de hecho, en “Las partículas elementales”, una de sus obras más conocidas, hace un retrato bastante despiadado de su madre.

Cualquiera que analice la vida de los escritores, su biografía elemental, pronto comprenderá que la vida de la mayoría de ellos, como la de cualquiera de nosotros ha estado signada por la presencia, la ausencia o la experiencia de una mala o buena relación con sus madres. Por eso también existe la otra mirada: la de aquellos escritores que en el extremo opuesto al anterior han mantenido relaciones de intenso acercamiento con sus madres. Es el caso de Jorge Luis Borges que vivió durante años junto a su madre en un pequeño piso de 70 metros cuadrados. Al quedarse ciego, su madre, Leonor Acevedo, de carácter altivo y dominante, se convirtió prácticamente en su sombra. Le ayudaba en sus quehaceres habituales, que incluían lectura, escritura o traducciones, le acompañaba siempre en sus viajes, y no era extraño verlos paseando por las calles de Buenos Aires cogidos del brazo, como una pareja de novios. Y cuando no estaban juntos Borges la llamaba a todas horas para decirle dónde estaba, con quién iba o a qué hora volvería a casa. Probablemente Leonor fue la causa de que Borges no tuviera apenas relaciones con mujeres ni se planteara tener hijos. Al casarse con Elsa Astete, por ejemplo, en la misma noche de bodas, una discusión hizo que el escritor se quedara a dormir con su madre y Elsa se fuera al apartamento de ambos a dormir sola.

Algo parecido ocurre con Marcel Proust, que dependía tanto de su madre que le servía casi como secretaria, organizándole la agenda hasta el más mínimo detalle. La relación se conoce al detalle porque existe una gran cantidad de correspondencia entre ambos como testimonio. Proust, que también dictaba sus obras a su madre, escribe su gran novela “En busca del tiempo perdido” después de la muerte de esta, como una especie de catarsis.

Pero no todo es tormento ni tormentoso en estas relaciones tan peculiares y para cerrar me gustaría quedarme con un libro precioso, lleno de poesía y por qué no de amor incondicional, o acompañado del calificativo que prefieran. Me refiero al hermoso libro de Gustavo Martín Garzo, “Todas las madres del mundo” donde el autor hace un repaso por todos los tipos de madres que existen.

Y es que madre hay una sola, y, para bien o para mal, se trata de una figura fundamental en la vida de cualquier ser humano. Ellas nos llevan nueve meses en su vientre y nos cuidan lo mejor que pueden, a veces no tanto como la vida las deja, a veces más de la cuenta y siempre sin duda desde el amor incondicional que refleja a la perfección estas palabras que nos llegan desde Amalia, la protagonista de la novela “Una madre”, de Alejandro Palomas:– Pero yo estoy aquí -continuó mamá-, y seguiremos balanceándonos juntas el tiempo que haga falta. Y si tengo que hundirme para que flotes, me hundiré. Y si tengo que arrancarte del agua para que me vivas, te arrancaré, duela lo que duela. Porque no tengo nada mejor que hacer en la vida, hija. -y luego, levantando la mirada hacia mí, y clavándome con ella a la silla, añadió-: no hay nada mejor que hacer en la vida. Para una madre, no.


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