Todo concluye al fin

Las palabras se desgranan y suavemente a veces, con violencia en ciertas oportunidades, con condescendencia o con obstinación en otras, lo cierto es que todo lo que empieza acaba y una novela también.

“Los finales deben ser a la vez impredecibles e inesperados”, dijo alguna vez Aristóteles. Pero caramba que después de él llegaron, pasaron y se fueron tantos que sería ordinario de mi parte desconocerlos y por ende quedarme solamente con las palabras del filósofo griego. Sin embargo nadie vino a desmentirlo sino a parafrasearlo. “La clave para un final adecuado es darle al lector lo que quiere, pero no lo que se espera”. Afirma William Goldman novelista, guionista y dramaturgo estadounidense.
Lo cierto es que en la historia de la literatura universal se han enlazado miles, millones, trillones de palabras y hoy podemos hablar de tantos finales como de historias han visto la luz del sol. Lo innegable es que toda buena historia merece un buen final. Algunos autores consideran que los finales de los libros son lo de menos, sin embargo hay libros muy interesantes que echan a perder buena parte de la historia con un mal final. Terminar suele ser una obligación; terminar bien, un difícil arte. Quedará en uno dejarse atrapar o no por el magnetismo de ese desenlace, nos resta estar de acuerdo en que el protagonista no debía morir y ha muerto o podríamos clamar a los cuatro vientos justicia diciendo que el villano merecía ir a la cárcel, aunque sigue libre y coleando. Podremos estar de acuerdo o no, pero que no te quepan dudas de que todo buen desenlace es una mezcla de técnica, de sensibilidad, de maestría y de un amor por la historia que acabas de escribir que para cualquier autor resulta imposible dejar de escribir sin más y acabar su novela. Como enseñamos siempre en el taller literario el desenlace es algo que muchos autores, equívocamente no se plantean de entrada, pero es inevitablemente algo de lo que deberán ocuparse cuando la historia lo pida, ni antes ni después.

No soy de llorar demasiado al leer un libro, en realidad recuerdo pocas veces que me haya sucedido. Inevitablemente no una sino las decenas de veces que he leído un libro en particular, he terminado con los ojos empañados. Les copio un desenlace a ver si aciertan de qué libro se trata:

Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No me dejen tan triste!

El Principito es una de esas historias que te erizan la piel y te sacuden el alma. A mí me sucede cada vez que lo releo, volver a temblar de pena, de esperanza, de emoción, de ternura y no acierto a decir si al leer la frase final es uno u otro el sentimiento que prevalece o quizás son todos y por eso es el llanto sin congoja, ese llanto que limpia, que purifica.

Tampoco soy de quedarme con la mandíbula abierta o con una estúpida sonrisa pintada en el rostro. Sin embargo la ironía y la parodia llevadas hasta un desenlace tan en consonancia con el contenido, como también extraordinario por su calidad estilística, hacen que recuerde para siempre el siguiente final:

Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro.

Rebelión en la granja de George Orwel es uno de esos libros que movilizan por su contenido y cuyo desenlace nos pone la piel de gallina o de cerdo.

“Impredecibles e inesperados” decía Aristóteles, no pretendo dejar de lado toda el agua que corrió en el río de la literatura, pero por más que busco y rebusco, de una forma u otra todo autor confluye en esa idea de lo inesperado e impredecible. Pero ojo que inesperado no quiere decir deliberado y que por más impredecible que parezca un desenlace nunca es casual. Incluso un final inesperado deberá ser planeado con antelación.
La reacción del lector ante tu final debería ser: ¡ajá! Y no: ¿eh? Las pistas que dibujan el final deberían estar repartidas por toda la novela, siempre el desarrollo debe avanzar hacia ese final.
Para lograr ese efecto donde todo converge, y un conflicto se resuelve casi como por obra de magia, en realidad no tiene nada de magia. Se trata de técnica, y las pistas que el autor va sembrando a lo largo de su historia, son parte de esa técnica. Las pistas son llamados de atención que el lector puede o no atender de acuerdo al tipo de lector que sea. Uno avezado ira enlazando una tras otra acertando con el desenlace adecuado, un lector menos atento pasará por alto algunas de esas pistas. Lo cierto es que una novela bien construida es una pieza arquitectónica donde incluso el desenlace es algo fríamente calculado.

Un final impredecible es diferente del inesperado. El inesperado el lector no lo espera, aunque está tramado de antemano por el autor y es posible. El final que uno no predice o que no puede ser previsto con anterioridad es el final que escapa a las posibilidades que pudieran aparecer, es decir no depende ni siquiera de las pistas y por lo tanto escapa al conocimiento del lector.
Sin embargo, tampoco aparece de la nada porque para que un final sea impredecible debe parecer lo que no es. En la técnica del policial se habla de “pistas falsas”, en una novela no policial el autor consigue ese efecto manejando varias “opciones” de desenlace. En este tipo de desenlaces, el autor es un prestidigitador que procura en todo momento hacer creer al lector que un personaje tiene todas las de perder. ¿Cómo va a salir de esta?, nos preguntamos, y es que el autor en este caso también trabajó con pistas, algunas verdaderas y muchas otras solo como despiste: pistas falsas.

Ojo con los finales en los que todo se soluciona por casualidad o por el concurso de una suerte loca. Los desenlaces donde la trama se resuelve a través de un elemento, personaje o fuerza externa que no haya sido mencionado con anterioridad y nada tenga que ver con los personajes ni la lógica interna de la historia no responden a una técnica sino a la impericia del autor que sabe que todo debe terminar y lo termina a como dé lugar.

Por más atrapante que resulte un libro, en el fondo, como lectores estamos deseando llegar al final. La clausura proporciona sentido, las últimas páginas ayudan a comprender el resto, el telón ha caído y late en nuestras pupilas en letras grandes o pequeñas, impredecibles e inesperadas, o supuestas y sospechadas:

Fin. The End. San se acabó.


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