Detrás de una gran mujer… ¿quién?

Famoso es el dicho que reza: “Detrás de un gran hombre hay una gran mujer”, palabras machistas dirán las más ortodoxas feministas, palabras necias dirán los que saben que no es detrás sino al lado como una mujer acompaña, palabras más palabras menos la idea es que todo gran hombre está siempre acompañado de una gran mujer. Sea porque esta lo tolera o simplemente porque de verdad lo acompaña. En literatura son famosas las grandes mujeres que acompañaron a los grandes escritores, si fueron o no grandes hombres no seré yo quien los juzgue. Estamos de acuerdo hasta acá con esto de la compañía, y ejemplos abundan: Vera la esposa de Vladimir Nabokob escribía al dictado de su marido. Además de su mecanógrafa, fue su secretaria, lectora, chófer y editora y soportó las mil infidelidades de su marido, allá ella si lo hizo, habrá tenido un motivo. Sofía Behrs, escritora y fotógrafa, se encargó de la promoción y de las finanzas de Tolstói y copió siete veces el manuscrito de Guerra y paz, fue su secretaria y casi su sombra, atenta las veinticuatro horas del día para documentar la vida de su esposo en un diario. De la admiración pasó al sometimiento y a la tortura de ser denigrada por su marido sin contar los mil y un vaivenes en la vida del escritor ruso que ella acompañó estoicamente mientras pudo. María Bernoulli, Ruth Wenger y Ninon Dolbin, fueron las tres esposas de Hermann Hesse, un hombre incapaz de amar de verdad, de construir una vida familiar. Y no es que cada una de las tres no fueran grandes mujeres, simplemente eran además seres humanos y ninguna aguantó más de la cuenta. Anna Snítkina adoraba al hombre con quien se había casado. Fiodor Dostoievski no era un tipo simple, veinticinco años mayor que Anna arrastraba detrás suyo un pasado tormentoso y una adicción al juego que lo llevó a dilapidar la escasa fortuna de la familia. Sin embargo ella lo comprendió, lo acompañó, fue su secretaria y compenetrada con la producción de su marido, confesó que llegó a sentir tanta compasión por sus personajes que incluso hasta lloraba mientras él le dictaba un texto.

Y la lista podría alargarse pero… ¿qué pasó con las grandes mujeres de la literatura? ¿Fueron alentadas a brillar? O más bien ¿Se hizo todo lo posible por oscurecerlas?

“Alguien se acordará de nosotras en el futuro”, dijo alguna vez la poetisa griega Safo que estuvo casada con Cércilas, un comerciante de la isla de Andros. El matrimonio fue efímero y desde luego no dejó riquezas, pues en sus poemas Safo se quejaba de su pobreza. En cualquier caso la poeta no dependía económicamente de un hombre y se la vincula con la homosexualidad y el lesbianismo. Los hombres parecen no haber sido ni muro de contención ni un pilar donde apoyarse para la primera poetisa occidental conocida y que vivió en Grecia entre los años 650-580 a. C.

De estas palabras nos separan casi 3.000 años en los que las mujeres han recorrido un difícil camino hasta llegar a nuestros días. Todavía atrasada y relegada, la mujer del siglo XXI se empeña en subsanar la desigualdad con un lenguaje inclusivo que en realidad no termina de incluirlas, en un mundo que aún parece estar hecho a medida de los hombres.
De más está decir que la lucha de la mujer de letras, por hacerle entender a sus colegas hombres que la palabra es también cosa de mujeres, se compone de muchas batallas.

Y del siglo V antes de Cristo pasamos a la Edad Media. No hay muchos registros de las autoras relevantes de esta época, a diferencia de los escritores hombres, que eran más respetados por la nobleza y por lo tanto más documentados. Aun así, las mujeres fueron una parte importante del arte en la Edad Media.
Lubna de Córdoba es una de las figuras más destacadas de la literatura femenina del inicio de la Edad Media en España. Su vida se lleva a cabo en el siglo X, la mayor parte como esclava en la región de Córdoba. Llegó a formar parte del harén de Alhakén II, uno de los gobernadores más revolucionarios de la época. Alhakén se destacó por ser una figura que apoyaba a los movimientos culturales en Córdoba. Lubna tuvo la suerte de coincidir con un hombre que apoyó sus trabajos en poesía, lo cual era poco común en un gobernante de esa época, menos común fue el hecho de que esta joven llegara a ser su secretaria. Quizás por ese lugar de respeto es que Lubna llegó a ejercer como docente, lo cual no deja de ser una aguja en un pajar.

El tiempo seguía corriendo y la sociedad seguía educando a la mujer para desempeñar papeles eminentemente pasivos: casamiento, gestación, parto, lactancia. En el matrimonio no tendía a buscar, sino a ser buscada. La fecundación, el parto y la lactancia, le venían dados.
La imagen que el hombre ofrecía de la mujer en sus creaciones literarias, era la imagen de la mujer como objeto, la mujer a quien la sociedad de siglos pasados impedía descollar por su intelecto, una mujer que no tenía acceso a la educación formal, una mujer a la cual ni siquiera le estaba permitido soñar con convertirse en escritora . Un objeto animado pero desanimado a convertirse en algo más que una cosa. Sin embargo algunas mujeres lo intentaron. Tal es el caso de Hidegarda de Bingen que no necesitó de nadie para brillar con luz propia en el siglo XI. Esta mujer poseía una asombrosa cultura enciclopédica. Investigó sobre las ciencias naturales y la medicina. Describió decenas de nuevas especies animales. Asimismo, fue una estudiosa y erudita teóloga. También destacó como artista, dibujante, poetisa y compositora de música. Sin embargo, cuando quiso enseñar, pese a su vasta cultura, se le negó su derecho a la enseñanza únicamente por ser una mujer. No le permitieron brillar y sin embargo como anticipara Safo, nos estamos acordando de ella.

Detrás de una gran mujer de letras no siempre se esconde la oscuridad, y es que hubo mujeres que además de inteligentes nacieron con suerte, la suerte de que los hombres de su vida la impulsaran a brillar. Es el caso de la notable escritora medieval Cristina de Pizán, poeta, prosista y humanista francesa. Nacida en Venecia en 1364, Cristina tuvo una infancia privilegiada: su padre era un importante médico veneciano, llamado a Francia por Carlos V el Prudente cuando ella era aún muy niña. Se crió en el magnífico entorno del Louvre y fue instruida por su propio padre en el conocimiento de los clásicos, en el amor por la literatura y las ciencias. Un padre como había pocos que decidió que su hija estaba dotada para brillar, aunque por ser mujer, el mundo dijera lo contrario. A los quince años Cristina se casó con uno de los secretarios del rey, del cual, según sus escritos, estuvo muy enamorada. Su marido apoyó la innegable dote artística de su esposa y fue el segundo hombre en su vida gracias al cual pudo seguir irradiando su luz. Con tan sólo 25 años Cristina perdió a su padre y a su marido. Desde ese momento, se vio obligada a sacar adelante a su madre y sus tres hijos aún muy pequeños. Y lo hizo gracias al don que tenía para la escritura. Sus recopilaciones de poemas, sus tratados morales, políticos e históricos hicieron que pudiera mantener a los suyos. Vivir, sobrevivir gracias a su intelecto en aquella época no era moneda corriente sin embargo ella lo logró.

El tiempo siguió corriendo y la mirada sobre las mujeres no cambiaba. Así es como llegamos al siglo XIX donde para abrirse camino las escritoras debían simular ser hombres y firmar sus obras con seudónimo. Es el caso de las hermanas Brontë. Charlotte, Emily y Anne firmaron con el seudónimo de Ellis, Acton y Bell Currer, respectivamente. Sin embargo, cabe destacar que hubo una figura masculina que impulsó desde las sombras la trayectoria de sus hijas, fue su padre Patrick Brontë quien no dudó un solo instante de sus cualidades y desde muy pequeñas alentó sus habilidades para las letras.

Quizás el caso más conocido sea el de la escritora inglesa Jane Austen (1775-1817) quien con vergüenza ocultaba sus escritos cada vez que alguien se le acercaba ya que la sociedad de su época condenaba a una mujer escritora, o incluso a una mujer que simplemente escribiera algo más que no fueran cartas.
Y una vez más las palabras de Safo se revalidan porque Jane se ha convertido en uno de los clásicos de la literatura inglesa. Algunos han querido ver conservadurismo en su literatura, pero es justo señalar lo contrario: la escritora cuestionó el papel de la mujer injustamente relegada y lo hizo inteligentemente, por medio de una sutil ironía.

[…] los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo […] únicamente alguno de verdadero talento pudiera, estimándote en lo que vales, despreciar necias y aun erradas preocupaciones; pero… ¡ay de ti entonces!, ya nada de cuanto escribes es tuyo, se acabó tu numen, tu marido es el que escribe y tú la que firmas. […] ¿cómo creer que ella pueda escribir tales cosas? Afirmaba Rosalía de Castro en su obra Carta a Eduarda. Y es que en esa época ni siquiera podían imaginarse que una mujer escribiera algo valedero, debía haber un hombre detrás.

No solo no las apoyaban a brillar sino que por aquel entonces, si había un hombre detrás de una gran escritora era para usurparle su lugar. La novelista francesa Colette (1873-1954) conoció de primera mano esta usurpación. Su marido no tuvo escrúpulo alguno a la hora de animarla a escribir sus primeras obras, la serie Claudine (1900-1903), para luego firmarla él y adjudicarse el mérito.

Y los seudónimos llegan incluso hasta el siglo XX, con una de las autoras más famosas, gracias a su saga de novelas Harry Potter, J. K. Rowling, quien por recomendación del editor ocultó su nombre femenino (Joanne) detrás de siglas J.K.

A pesar de todo o quizás gracias a ese camino de quienes nos precedieron en el arte de escribir, el siglo XX y el siglo XXI traen un aire fresco para las mujeres que escriben.

Natalia Ginzburg pasó por razones políticas 3 años confinada en la zona de Los Abruzos, Italia con su marido y sus hijos por orden de Mussolini. Añoraban los libros y los amigos, pero estaban juntos y su marido la apoyaba. “Aquella fue la mejor época de mi vida y solo ahora que ha pasado lo sé”, escribiría en su novela “Las pequeñas virtudes”.
En una mañana gris de febrero, Joyce Carol Oates llevó a su marido Raymond Smith a urgencias aquejado de una neumonía; una semana después, ciertas complicaciones terminaban con su vida. En su novela autobiográfica Memorias de una viuda la escritora estadounidense, candidata eterna al Premio Nobel, relata su estado emocional tras la repentina muerte de su marido, y confiesa lo difícil que le resulta hallar su equilibrio sin ese hombre que la había respaldado durante cuarenta y siete años y veinticinco días.
Joan Didion llevaba 40 años casada con el también periodista y escritor John Dunne. Vivían juntos, trabajaban juntos, hacían vida social juntos. “Nuestros días estaban llenos del sonido de la voz del otro”, escribía. En su novela El año del pensamiento mágico recoge sus recuerdos y su agradecimiento al hombre que la acompañó en su arte.
Liliana Bodoc, por ejemplo, dedica La saga de los Confines a su padre a quien reconoce como su consejero y maestro.
Florencia Bonelli declara que en 1997, animada por su esposo, se decidió a escribir historias de amor.
Sin embargo, el convulsionado siglo XX también nos acerca un cumulo de escritoras cuyos matrimonios fueron amargos y sus relaciones con los hombres caóticas.
Doris Lessing, agobiada por sus inquietudes intelectuales y literarias, y por el trabajo de ser esposa y madre, abandonó a sus hijos y se divorció dos veces. Fue una decisión de vida y esta vez, hay que ser sinceros, ningún tuvo la culpa de sus decisiones.

Lo cierto es que detrás de una gran mujer de letras no siempre se esconde la oscuridad, a veces brilla la sensibilidad de un hombre que las alienta, y si no lo hay es porque ellas mismas así lo han decidido tanto en el pasado como en el presente, con mayores o menores dificultades la mujer siempre que quiso pudo.
Pudo elegir, pudo luchar, pudo abrirse camino al andar. Es cierto que el mundo ha evolucionado al respecto y hoy la mujer ha encontrado el reconocimiento de sus pares masculinos y en la mayoría de los casos el apoyo de estos en sus carreras. Deseemos que el mundo siga avanzando con paso firme y sin mirar atrás. No debemos sentir pena por aquellas escritoras que no tuvieron un gran hombre detrás sino más bien juntar nuestros votos de esperanza para que en un plano de igualdad de intelecto, los hombres no dejen de reconocer que no somos inferiores ni siquiera superiores, sino simplemente iguales.


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